Luis Donaldo Colosio


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Florencio Salazar

Me encontraba en el departamento de Río Magdalena en la Ciudad de México, cuando timbró el teléfono. Era Fernando Ortiz Arana, presidente del Comité Ejecutivo Nacional del PRI. Me pidió que fuera a su oficina.

“Florencio –me recibió Fernando– te ofrezco la delegación del partido en el Estado de México. Debo decirte que no había pensado en ti para ese cargo, pero lo consulté con nuestro candidato a la Presidencia y Luis Donaldo me dijo: designa al diputado Salazar de Guerrero”.

En las proximidades del 5º Informe del Presidente Salinas empezó la efervescencia por la sucesión presidencial. Yo formaba parte de la 55 Legislatura de la Cámara de Diputados y tenía amistad con los compañeros cercanos a Colosio. Eloy Cantú Segovia era quien hacía cabeza y otro próximo era Agustín Basave, a quienes propuse la redacción de un documento, suscrito por los afines, que se denominara: El Presidente que México necesita. Eloy Cantú dijo que lo consultaría y la respuesta fue que había que esperar.

Con Colosio apenas si había cruzado un saludo. Siendo presidente del CEN del PRI, invitó a los diputados federales a un desayuno, en el cual pidió nuestro voto de confianza para elegir a los representantes en el Consejo Político Nacional, de acuerdo con la lista que presentaría nuestro líder cameral, Fernando Ortiz Arana.

“Después –afirmó LDC– ustedes decidirán quienes serán sus representantes en sus respectivos sectores (Agrario, Obrero y Popular)”. En la CNOP, mi sector, la propuesta fue manipulada por el coordinador Manuel Jiménez Guzmán. La inconformidad ante ese hecho provocó la formación de El Bronx, grupo que coordiné y logró reunir como a 170 diputados y diputadas, más que las bancadas juntas del PAN y del PRD.

La rebelión fue sofocada por la dirigente nacional del Sector Popular Silvia Hernández, quien me había ofrecido una reunión plenaria para la elección democrática de los representantes; pero ella se dedicó a llamar a los gobernadores y éstos nos pusieron quietos. Obvio, eran nuestros jefes políticos, a quienes debíamos la curul federal.

Llegó el 5º Informe del Presidente de la República. La diputación guerrerense ocupaba la parte media de la sillería ubicada del lado izquierdo del Salón de Sesiones. La primera línea de curules estaba destinada a los miembros del Gabinete. Justo en el inicio de la columna de nuestros asientos conversaban de pie el titular de la Sedesol, Luis Donaldo Colosio y otro presidenciable, Pedro Aspe, de Hacienda. Bajé por el pasillo e interrumpí brevemente la charla.

Me dirigí a Colosio y le dije con convicción: “Soy Florencio Salazar Adame, diputado por el primer distrito de Guerrero. Vengo a ponerme a sus órdenes para lo que usted indique”. “Muchas gracias”, fue su respuesta, y me retiré. Ignoro que haya pensado Aspe.

Vi en Colosio a una nueva generación, como lo advertía en los diputados que lo apoyaban y en su equipo próximo. Asumí que realizaría las transformaciones políticas y económicas necesarias para la nación. Algunos lo consideraba el sucesor manipulable de Salinas de Gortari. Yo pensé que, llegado el momento, él pondría distancia con su antecesor para reafirmar su legitimidad en el cargo. Así lo habían hecho todos los presidentes del régimen del PRI.

No me pasó por la cabeza que el discurso pronunciado por Colosio el 6 de marzo de 1994 en el Monumento a la Revolución, hace 25 años, sería el inicio de su camino al Gólgota.

El 24 de marzo, a las 18 horas, como delegado del PRI, presidía la reunión del Consejo Político Estatal en Toluca. Ahí me avisaron del atentado a Colosio, ahí esperamos la noticia de su muerte.

“Pobre Donaldo, pobre de mí, pobres de nosotros; pobres de todos nosotros”, escribiría a propósito días después en La Jornada, José Francisco Ruiz Massieu. Mensaje críptico, ¿dirigido a quién, a quiénes? Luego vendría el asesinato del propio Ruiz Massieu, la sangre a borbotones de una política parecida a la de los caudillos revolucionarios.

He visto los primeros capítulos de Netflix sobre Colosio. Advierto el corolario de lo ocurrido: una política repugnante.