Opinar


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Florencio Salazar Adame

 

En la política todos los días se aprende. Más aún cuando la pluralidad se manifiesta por la democracia que se vive y la diversidad de opiniones se expresan con libertad. Debemos asumir que solidarias, críticas o antagónicas, es ese el multicolor mosaico de nuestra actual sociedad.

La tolerancia es una virtud, pero también un deber. Podemos estar en desacuerdo con lo que se llegue a decir, pero debemos defender el derecho que tienen las personas para expresarse, según la clásica postura de Voltaire. Como he dicho lo que pienso, soy el menos indicado para intentar siquiera coartar la libertad de expresión.

Reconozco, sin embargo, que hay espacios que limitan las opiniones y uno de ellos es el cargo público, sobre todo cuando se desempeña un papel de subordinación. Todo acto o palabra que surja desde esa posición puede ser considerado como oficial, sin serlo. Es ahí en donde se debe tejer fino porque la buena fe en la política es un bien casi inexistente.

Respeto a quien asume su derecho ciudadano de opinar porque, además, es lo que da vitalidad a la democracia. Lo refiero a propósito del doctor Ernesto Ortiz Diego, quien al recibir la Medalla al Mérito Civil “José Francisco Ruiz Massieu”, intervino –a petición mía– en el evento conmemorativo de los 170 años de la creación de Guerrero, nuestro Estado. Habló de moral y de ética, señalando la importancia de actuar conforme a esos valores.

Reconocido intelectual, hizo un análisis del comportamiento del poder de acuerdo a los cánones de la filosofía política, cerrando con un cuestionamiento a la 4T. Ejerció su derecho de expresión, pero previamente señaló que desde el inicio de esta administración es mi colaborador. Es en este punto en donde debo hacer la necesaria aclaración.

El doctor Ortiz Diego, desde marzo de 2015, formaba parte de la asesoría de mi antecesor David Cienfuegos Salgado. Ahora, comparte con la Secretaría General de Gobierno sus notas de análisis político, por lo cual recibe mensualmente una cantidad francamente modesta. Con excepción de ese servicio, no hay propiamente relación laboral: carece de oficinas, no asiste a la dependencia y su colaboración de análisis político es la que él suele difundir a través de diferentes medios. No es mi subordinado.

Lo refiero porque si existiera entre nosotros una relación jefe-colaborador probablemente no hubiese recibido la medalla, que sobradamente merece. Y quizá no la hubiera recibido por la simple razón de que habría un posible conflicto de interés.

También es pertinente el comentario para evitar el falso silogismo: es mi colaborador, cuestiona a la 4T, luego entonces yo di línea para su discurso. No siendo así, es necesaria esta observación porque, al igual que él, mis opiniones las emito con responsabilidad personal y las hago directamente. Cabe el comentario porque yo no gobierno; yo colaboro con quien gobierna.

Mis opiniones políticas son públicas. He dicho en diferentes oportunidades que Guerrero necesita el apoyo del gobierno federal para salir de su atraso; y que el Presidente López Obrador debe mirar al sur, ya que el Estado y los municipios carecen de la fuerza necesaria para hacer  posible el impulso a su desarrollo integral y sustentable. Y no es nuevo este planteamiento; lo he venido haciendo desde hace muchos años. Incluso, está documentado en el opúsculo 18 años de institucionalidad guerrerense (1993, Comité Municipal del PRI, Chilpancingo, Gro.), que se incluye en mi libro El cambio democrático en una visión de partido, publicado por la editorial Miguel Ángel Porrúa (1998).

Durante la campaña presidencial de Luis Echeverría, en reunión de trabajo del PRI, dije que deberíamos cambiar la fecha de elección de gobernador para empatarla con la del Presidente de la República. Argumento simple: nuestros gobernadores se comprometían con precandidatos que resultaban perdedores y la consecuencia no se hacía esperar: marginación del Estado. Hablo del régimen de partido casi único, cuando se afirmaba que no se movía la hoja de un árbol sin la voluntad presidencial.

Las cosas han cambiado. La alternancia que hemos vivido desde el año 2000, quitó a los presidentes las facultades metaconstitucionales mediante las cuales ejercía poderes ilimitados. Sin embargo, sus atribuciones constitucionales les permitieron (PAN-PRI), ejercer con liberalidad el presupuesto federal. Han tenido, pues, la facultad de abrir y cerrar la llave de los recursos, lo cual es más contundente ahora que Morena es también mayoría en las cámaras legislativas.

Quien decide el rumbo de la política estatal es el Ejecutivo. Hay que recordar que el Ejecutivo es un poder público unipersonal y no, como generalmente se piensa, integrado por el gobernador y su gabinete. Los secretarios, como ocurre en el ámbito federal, somos auxiliares del Ejecutivo en el despacho que cada quien tiene a su cargo. De ahí también que ningún secretario pueda asumir decisiones políticas que únicamente corresponden al gobernador.

Las políticas del mandatario Astudillo son claras: fortalecer la gobernabilidad recuperada por su administración; avanzar en la contención a la violencia; y obtener el apoyo federal para el desarrollo de la entidad. Obvio, sus acciones estarían destinadas al fracaso si no gestionara el apoyo federal y, peor todavía, si se confrontara con el Presidente. Por ello, sus colaboradores debemos conocer los límites y estar conscientes de la naturaleza de nuestras opiniones.

El gobernador Héctor Astudillo tiene claridad en su misión. Su equipo sabe que la administración es también un sistema de fusibles que sirve de red de protección al Ejecutivo: cualquiera que resulte incómodo su reemplazo es necesario. Y debe ser así porque, parafraseando a Altamirano, antes que la amistad está el interés en el buen funcionamiento del aparato público, la eficacia de la política gubernamental y la saludable protección al jefe. Los fuegos que otros enciendan no tienen porqué llegar al gobernante.

El gobernador sirve al estado y sus colaboradores debemos ser consecuentes con ese principio y fin. Aunque hubiera quien o quienes lo pudieran creer, no hay cargos comprados. La lealtad implica eficacia en el desempeño de la tarea y responsabilidad con el jefe.

Por lo mismo, hay que traer siempre la renuncia en el bolsillo.

Fuente: El Sur